sábado, 19 de diciembre de 2009

Lugubres Amantes


-Lúgubres Amantes-
I
“Alcánzame en sueños”
Entrare en un trance tan profundo
Cuando muera el sol,
De mi cuerpo huirá mi alma
Cuando reine la noche,
Y cerrare los ojos lentamente
Tratando de grabar tu rostro
En mi memoria,
Para que aun en mi letargo
Pueda fantasear con tus labios,
Tu pelo perfecto y tus ojos

¿Me seguirás? ¿a donde yo vaya,
Tu también iras?
Sígueme tras el alba,
Deja el mundo atrás, recorre conmigo
Lo que hay más allá

Alcánzame en sueños, amor,
Sujeta mi mano, cuando la vida me haga dormir,
Oblígame a verte a los ojos,
Oblígame a no alejarme de ti;
Alcánzame una vez, te toca dormir a ti también,
Sigue mis huellas, pues para ti
Un rastro siempre dejaré,
Y si corro al verte será por miedo a perderte

Dormiré para siempre después de esta noche, amor,
Cerrare los ojos antes de entrar
En aquella oscura realidad,
Alcánzame en sueños,
¡Y busquemos la eternidad!


II
“el abismo entre tu y yo”

Tengo esta atracción hacia ti que incita tu lejanía,
Tengo esta sed, este amor maldito
Que en mi habita;
Quizás nuestros caminos se encontraron
Pero jamás se unieron,
No, nunca se enlazaron

Quiero de ti, mil noches y una vida,
Entre mas lejano te vuelves,
Mas te deseo y mi corazón palpita

Entre tu y yo hay un abismo,
Hay engaños, mentiras y cariño,
Pero no hay amor ni tampoco olvido

¡Ay de mi! ¡estoy maldita!
Estoy atada a este sueño,
noche y día....

-AkihaT
AkihaT.©copyright 2009 Todos Los Derechos Reservados

sábado, 15 de agosto de 2009

¿A quien?


¿A quien?

¡Me acobardo! ¡Ante ti maldito infame!
Ante tu partida, mi alma se encoje
¡Y en la oscuridad se esconde!
Se escapa el valor en gotas de agua
Que poco a poco recorren mi cara

Mis ojos rehúyen a los tuyos,
Mi cuerpo busca, incluso por descuido
Tocar tu cuerpo
Ser el reflejo de tu ávida mirada,
Encantarte, hechizarte,
¡Y con mis brazos dar abrigo a tu espalda!

Pero ¡ay de mi! Ser la sombra de alguien más,
Quien te roba al salir el alba,
Quien te tiene al despertar los fines de semana,
¿a quién tus ojos premian con mirarla?
¿a quien tus labios empalagan con besarla?
¿a quien tus brazos no paran de amarrarla?

¡Y me acobardo! Cuando recuerdo su existencia,
Cuando quisiera dejarte,
Porque tu olor a ella, me hastía hasta asquearme
Y quisiera lentamente con mis manos
Robar lo que mas quiero
Que es tu existencia…

Se acobarda mi alma, después de que en tu cuerpo
Me dejas cobijarme, y amenazas con partir
¡Me acobardo ante ti maldito infame!
Quien me ha robado la razón
Y roto el corazón...

-AkihaT.
[ ¿te acobardarias en una noche fria e huirias conimgo al infinito? ]
AkihaT.©copyright 2009 Todos Los Derechos Reservados

jueves, 13 de agosto de 2009

Lujurias


LUJURIAS

¡Carne! único fruto mordido de los vergeles de aquí abajo,
fruto amargo y dulzón que solo das jugos a los dientes,
bocas o fauces de los hambrientos del único amor,
y buen postre de los fuertes en sus alegres comidas.

¡Amor! única emoción de aquellos a los que no rebela
el horror de vivir, amor que prensas con tu mortero
los escrúpulos de libertinos y de mojigatas
para el pan de los condenados que eligen los sabatts.

Amor, tu te me apareces también como el hermoso pastor
en que sueña la hilandera en tardes invernales
sentada junto al fuego de un sarmiento claro.

Y la hilandera es la Carne, y suena la hora
en que el sueño abrazará a la soñadora- ¡Hora Santa
o no!- ¿Qué importa a vuestros éxtasis, Amor y Carne?

~Paul Verlaine

sábado, 8 de agosto de 2009

Aparición

Aparición

La luna se entristecía. Serafines llorando
sueñan, el arquillo en los dedos, en la calma de las flores
vaporosas, sacaban de las lánguidas violas
blancos sollozos resbalando por el azul de las corolas,

Era el día bendito de tu primer beso.
Mi ensueño que se complace en martirizarme
se embriagaba sabiamente con el perfume de tristeza
Que incluso sin pena y sin disgusto deja
el recoger de su sueño al corazón que lo ha acogido.

Vagaba, pues, con la mirada fija en el viejo enlosado,
cuando con el sol en los cabellos, en la calle
y en la tarde, tú te me apareciste sonriente,
y yo creí ver el hada del brillante sombrero,
que otrora aparecía en mis sueños de niño
mimado, dejando siempre, de sus manos mal cerradas,
cien blancos ramilletes de estrellas perfumadas.
-Mallarmé

miércoles, 5 de agosto de 2009

Como la rosa: Nunca

COMO LA ROSA: NUNCA
Como la rosa: nunca
te empañe un pensamiento.
No es para ti la vida
que te nace de dentro.
Hermosura que tenga
su ayer en su momento.
Que en sólo tu apariencia
se guarde tu secreto.
Pasados no te brinden
su inquietante misterio.
Recuerdos no te nublen
el cristal de tus sueños.

Cómo puede ser bella
flor que tiene recuerdos.

martes, 4 de agosto de 2009

El hechizo

"El hechizo"

Envuelto en tu capa,
Ser enigmático y descarado,
Arrastrándote vienes a mi
Como una serpiente fría y vil
Aun no sacias tu sed,
Te he visto convertir amores en traiciones,
Y hacer romper en llanto
A las más bellas pasiones
¿Que no harás de mi?
Mi destino me ha vendido a ti
Y con tu lúgubre hermosura
Vuelves mi alma oscura;
Corrompida por tus pupilas dilatas,
Que se reflejan en mi cara,
Con el contacto hecho, ¡Hechizo completo!

-AkihaT.

AkihaT.©copyright 2009 Todos Los Derechos Reservados

miércoles, 29 de julio de 2009

Odio


“Odio”

Recorre tus venas
hierve tu sangre
verdugo de la humanidad
sentimiento que convierte
tus palabras en blasfemia...

Ira expresada,
deshumaniza al hombre,
toma de la mano a la venganza
y juntos,forman la legión
que te arrastra hacia un abismo
tan profundo de rencores...

Sentimiento oscuro,
sensación de que la ira
que viene después del dolor
te encierra
en lo más tenebroso de este mundo...

¡Odio!
Silencio quebrantado
por el sonido que tus lagrimas
de coraje hacen al caer,
llanto de la paz
que explota en rabia,
silenciosa furia que recorre todo tu ser,
esas ganas de gritar a mas no poder...

¡Solo Odio!
le que da a esta realidad,
bebo odio en mi soledad...

-AkihaT.

AkihaT.©copyright 2009 Todos Los Derechos Reservados

sábado, 25 de julio de 2009

A la Luz de Las Estrellas



~ A la luz de las Estrellas ~

!Oh clandestina elegancia nocturna!
que acompaña con tan elegantes pendientes
a la belleza limpida de tu mirada,
tus ojos, fulgen como estrellas
y tu rostro, que opaca a la luna amada

¡A la luz de las estrellas
Y en lo mas profundo de mi eterno letargo!
tu rostro va poco a poco apareciendo
entre las sombras de la noche,
Respaldado por tu luz interna,
se asoma tu silueta¡
Con ímpetu! mis sentidos se despiertan
y mi ávido corazón todo enloquecido
acude a tu presencia,
De sentimientos, derroche,
De mis sueños, un imperio...

¡Dejemos a la fantasía poseernos!
que la locura es el mas preciado conocimiento
¡Dejemos a los deseos poseernos!
Esta noche solo tu y yo seremos

Tenerte tan cerca,
pareciera que mi corazón escapará de su prisióna
hora por fin, ya se que es,
no poder contolar lo que dictan mis labios
sentir a mis sentidos extasiados,
un júbilo nunca antes experimentado por mis ojos
que sacian su busqueda de belleza
en el mundo al que llevan tus ojos

Y si hoy a la luz de las estrellas
junto a ti he de morir
¡Derramar mi sangre!
que al acabar la noche has de partir
y con tu ida, la luz de mi alma
se ha de extinguir...

-AT

AT©copyright 2009 Todos Los Derechos Reservados

jueves, 23 de julio de 2009

Efecto Nocturno



EFECTO NOCTURNO

La noche. La lluvia. Un cielo incoloro que desgarra
De flechas y de torres a plena luz la silueta
De una ciudad gótica apagada en la gris lejanía.
La llanura. Un patíbulo lleno de flacos ahorcados
Sacudidos por el pico ávido de las cornejas
Guiñotean en el aire danzas desiguales
Mientras que sus pies son pastos de los lobos.
Algunos matorrales espinos os dispersos y algunos acebos
Alzan el horror de su follaje a derecha, a izquierda
Sobre el tiznado barullo de un fondo de boceto.
Y luego, alrededor de tres lívidos prisioneros
Que andan descalzos, el grueso de los altivos guardianes,
Camina, erguida sus armas, como rejas de rastrillo,
Brillando a contra luz las lanzas del aguacero.

sábado, 18 de julio de 2009

Inmortalidad

INMORTALIDAD

No, no fue tan efímera la historia
de nuestro amor: entre los folios tersos
del libro virginal de tu memoria,
como pétalo azul está la gloria
doliente, noble y casta de mis versos.

No puedes olvidarme: te condeno
a un recuerdo tenaz. Mi amor ha sido
lo más alto en tu vida, lo más bueno;
y sólo entre los légamos y el cieno
surge el pálido loto del olvido.

Me verás dondequiera: en el incierto
anochecer, en la alborada rubia,
y cuando hagas labor en el desierto
corredor, mientras tiemblan en tu huerto
los monótonos hilos de la lluvia.

¡Y habrás de recordar! Esa es la herencia
que te da mi dolor, que nada ensalma.
¡Seré cumbre de luz en tu existencia,
y un reproche inefable en tu conciencia
y una estela inmortal dentro de tu alma!

-Amado Nervo

viernes, 17 de julio de 2009

El amor según Baudelaire

El poeta Charles Baudelaire aseguraba, en 1851, que "el amor se parece mucho a la tortura o a una operación quirúrgica. Aunque los dos amantes estén muy prendados y muy plenos de deseos recíprocos, uno de los dos estará siempre más sereno, o menos poseído que el otro. Éste o ésta es el cirujano o el verdugo; el otro es el sujeto, la víctima. ¡Juego horroroso en el cual es necesario que uno de los jugadores pierda el control de sí! Yo digo: el deleite singular y supremo del amor reside en la certidumbre de hacer el mal."

Tomado de: http://www.fondodeculturaeconomica.com/subdirectorios_site/Prensa/historico/20041203.pdf

domingo, 12 de julio de 2009

No sé quién es...

¿Quién es? -No sé: a veces cruza
por mi senda, como el hada
del ensueño: siempre sola...
siempre muda... siempre pálida...
¿Su nombre? No lo conozco.
¿De dónde viene? ¿Do marcha?
¡Lo ignoro! Nos encontramos,
me mira un momento y pasa:
¡Siempre sola...! ¡Siempre triste...!
¡Siempre muda...! ¡Siempre pálida!

Mujer: ha mucho que llevo
tu imagen dentro del alma.
Si las sombras que te cercan,
si los misterios que guardas
deben ser impenetrables
para todos, ¡calla, calla!

¡Yo sólo demando amores:
yo no te pregunto nada!

¿Buscas reposo y olvido?
Yo también. El mundo cansa.
Partiremos lejos, lejos
de la gente, a tierra extraña;
y cual las aves que anidan
en las torres solitarias,
confiaremos a la sombra
nuestro amor y nuestras ansias...

~ Amado Nervo

martes, 28 de abril de 2009

Desfile

DESFILE

Solidísimos bribones. Muchos han explotado vuestros mundos. Sin necesidades, y poco dispuestos a poner en práctica sus brillantes talentos y su experiencia de vues­tras conciencias. ¡Qué hombres tan maduros! ¡Ojos alela­dos a la manera de la noche de estío, rojos y negros, trico­lores, de acero punteado por estrellas de oro; semblantes deformes, plomizos, lívidos, incendiados; alocadas ron­queras! ¡El paso cruel de los oropeles! - Hay algunos jóvenes, - ¿cómo mirarían a Querubín? - dotados de voces espantosas y de algunos recursos peligrosos. Los envían a pavonearse en la ciudad, ridículamente atavia­dos de un lujo repugnante.
¡Oh el más violento Paraíso de la mueca rabiosa! Sin comparación con vuestros Faquires y demás bufonadas escénicas. En trajes improvisados con el sabor del mal sueño representan endechas, tragedias de malandrines y de semidioses espirituales como nunca lo han sido la his­toria o las religiones. Chinos, hotentotes, zíngaros, ne­cios, hienas, Molocs, viejas demencias, demonios sinies­tros, mezclan giros populares, maternales, con las posturas y las ternuras bestiales. Interpretarían piezas nuevas y can­ciones para «señoritas». Maestros juglares, transforman el lugar y las personas y emplean la comedia magnética. Llamean los ojos, la sangre canta, los huesos se ensan­chan, las lágrimas y unos hilillos rojos chorrean. Su burla o su terror dura un minuto, o meses enteros.
Sólo yo tengo la clave de este desfile salvaje.
~ Rimbaud

miércoles, 15 de abril de 2009

el vampiro

dedicado a Mr. Infame (S.)
almenos si se lo digo al viento,
alguien sabra que te quise...


-El Vampiro

Tú que, como una cuchillada;
Entraste en mi dolorido corazón.
Tú que, como un repugnante tropel
De demonios, viniste loca y adornada,

Para hacer de mi espíritu humillado
Tu lecho y tu dominio.
¡Infame!, a quien estoy ligado
Como el forzado a su cadena,

Como al juego el jugador empedernido,
Como el borracho a la botella,
Como a la carroña los gusanos.
-¡Maldita, maldita seas tú!

Supliqué a la rápida espada
Que conquistara mi libertad
Y supliqué al pérfido veneno
Que sacudiera mi ruindad.

¡Ay! el veneno y la espada.
Me desdeñaron diciéndome:
.-No eres digno de que se te libere
De tu esclavitud maldita.

-¡Imbécil! -Si de su dominio
Te libraron nuestros esfuerzos,
Tus besos resucitarían
El cadáver de tu vampiro.

~Baudelaire...

La cuerda

- XXX -

A Édouard Manet.

«Las ilusiones -me decía un amigo- son tan innumerables quizá como las relaciones de los hombres entre sí o de los hombres con las cosas.» Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento complicado, mitad pesar por la desaparición del fantasma, mitad agradable sorpresa ante la novedad, ante la realidad del hecho. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido y de naturaleza ante la cual sea imposible equivocarse, es el amor materno. Tan difícil es suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor. ¿No será, por tanto, perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y las palabras de una madre relativas a su hijo? Pues oíd, sin embargo, esta breve historia, en la que me he dejado engañar singularmente por la ilusión más natural.
Mi profesión de pintor me mueve a mirar atentamente las caras, las fisonomías que se atraviesan en mi camino, y ya sabéis el goce que sacamos de semejante facultad, que hace la vida más viva a nuestros ojos y más significativa que para los demás hombres. En el barrio apartado en que vivo, que tiene todavía vastos trechos de hierba entro las casas, he solido observar a un niño cuya fisonomía ardiente y traviesa, más que la de los otros, me sedujo desde el primer momento. Más de una vez me sirvió de modelo, y le transformé, ya en gitanillo, ya en ángel, ya en amor mitológico. Lo di a llevar el violín del vagabundo, la corona de espinas y los clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Acabé por tomar gusto tan vivo a la gracia de aquel chicuelo, que un día fui a pedir a sus padres, unos pobres, que me lo cedieran, prometiendo que le vestiría bien y le daría algún dinero, y no le impondría más trabajo que el de limpiar los pinceles y hacer algunos recados. El niño, en cuanto se le lavó, se quedó hecho un encanto, y la vida que junto a mí llevaba lo parecía un paraíso en comparación con la que hubiera tenido que soportar en el tugurio paterno. Sólo tendré que añadir que el muñequillo me asombró algunas veces con crisis singulares de tristeza precoz, y que pronto empezó a manifestar afición inmoderada por el azúcar y los licores, tanto, que un día en que pude comprobar, no obstante mis repetidas advertencias, un nuevo latrocinio de tal género cometido por él, le amenacé con devolvérselo a sus padres. Luego salí, y mis asuntos me retuvieron bastante rato fuera de casa.
¿Cuál no sería mi horror y mi asombro cuando, al volver a ella, lo primero que me atrajo mi vista fue mi muñequillo, el travieso compañero de mi vida, colgado de un tablero de este armario? Los pies casi tocaban al suelo; una silla, derribada sin duda de una patada, estaba caída cerca de él; la cabeza se apoyaba convulsa en el hombro; la cara hinchada y los ojos desencajados con fijeza espantosa me produjeron, al pronto, la ilusión de la vida. Descolgarle, no era tarea tan fácil como pudierais creer. Estaba ya tieso, y sentía yo repugnancia inexplicable en dejarle caer bruscamente al suelo. Había que sostenerle en peso con un brazo, y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero con eso no estaba hecho todo; el pequeño monstruo había empleado un cordel muy fino, que había penetrado hondamente en las carnes, y ya era preciso buscar la cuerda, con unas tijeras muy finas, entre los rebordes de la hinchazón, para libertar el cuello.
Se me olvidó deciros que antes pedí socorro; pero todos los vecinos se negaron a darme ayuda, fieles así a las costumbres del hombre civilizado, que nunca quiere, no sé por qué, tratos con ahorcados. Vino, por fin, un médico, y declaró que el niño estaba muerto desde hacía varias horas. Cuando, más tarde, tuvimos que desnudarle para el entierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperado de doblar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar los vestidos para quitárselos.
Al comisario, a quien, como es natural, hube de declarar el accidente, me miró de reojo y me dijo «¡El asunto no está claro!», movido, sin duda, por un inveterado deseo y un hábito profesional de infundir temor, valga por lo que valiere, lo mismo a inocentes que a culpables.
Un paso supremo había que dar aún, y sólo de pensarlo sentía yo angustia terrible: había que avisar a los padres. Los pies se negaban a llevarme. Por fin tuvo ánimos. Pero, con gran asombro mío, la madre se quedó impasible, sin que brotase una lágrima de sus ojos. Achaqué tal extrañeza al horror mismo que debía de sentir, y recordé la máxima conocida: «Los dolores más terribles son los dolores mudos.» El padre se contentó con decir, con aspecto entre embrutecido y ensimismado: «¡Después de todo, así es mejor; tenía que acabar mal!»
Entretanto, el cuerpo estaba tendido en un sofá, y, con ayuda de una criada, ocupábame yo en los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi estudio. Quería, según indicó, ver el cadáver de su hijo. A la verdad, yo no podía impedir que se embriagase de su infortunio, ni negarle aquel supremo y sombrío consuelo. En seguida me pidió que le enseñara el armario de que se había ahorcado el niño. «¡Ah! ¡No, señora -le contesté-; le haría daño!» Y como involuntariamente se volviesen hacia el armario mis ojos, eché de ver con repugnancia, mixta de horror y de cólera, que el clavo se había quedado en el tablero, con un largo trozo de cuerda colgando todavía. Me lancé vivamente a arrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia, y cuando iba a tirarlos por la ventana, abierta, la pobre mujer me cogió del brazo y me dijo con voz irresistible: «¡Señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!»
La desesperación -así lo pensé - de tal modo la había enloquecido, que se enamoraba con ternura de lo que sirvió de instrumento de muerte a su hijo; quería conservarlo como reliquia horrible y amada. Y se apoderó del clavo y del cordel.
¡Por fin, por fin se acabó todo! Ya no me quedaba más que ponerme a trabajar de nuevo, con mayor viveza todavía que la habitual, para rechazar poco a poco aquel pequeño cadáver, que se metía entre los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me cansaba con sus ojazos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: una de inquilinos de la casa, otras de casas vecinas; una del piso primero, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente; unas en estilo semichistoso, como si trataran de disfrazar con una chacota aparente la sinceridad de la petición; otras de una pesadez descarada y sin ortografía, pero todas dirigidas a lo mismo, esto es: a lograr de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había, fuerza es decirlo, más mujeres que hombres; pero no todos, creedlo, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He conservado las cartas.
Entonces, súbitamente se hizo la luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre insistió tanto para arrancarme el cordel y con qué tráfico se proponía encontrar consuelo.

~ Baudelaire....

martes, 14 de abril de 2009

mi nuevo mundo

he creado un espacio sencillo para publicar escritos, poemas, etc.
simplemente para conocer mas poetas, ya se que es parecido a lo que es el blog pero no todos tienen algun blog o pagina, sea por pereza, falta de tiempo o yo que sé
por eso he creado este espacio, simplemente para pasar publicar lo que escribes y leer obras de alguien mas, espero puedan pasar de vez en cuando

http://lasfloresdelmal.ya.st/

saludos!

lunes, 13 de abril de 2009

La destrucción.

mi lado sin tregua el Demonio se agita;
En torno de mi flota como un aire impalpable;
Lo trago y noto cómo abrasa mis pulmones
De un deseo llenándolos culpable e infinito.

Toma, a veces, pues sabe de mi amor por el Arte,
De la más seductora mujer las apariencias,
y acudiendo a especiosos pretextos de adulón
Mis labios acostumbra a filtros depravados.

Lejos de la mirada de Dios así me lleva,
Jadeante y deshecho por la fatiga, al centro
De las hondas y solas planicies del Hastío,

Y arroja ante mis ojos, de confusión repletos,
Vestiduras manchadas y entreabiertas heridas,
¡Y el sangriento aparato que en la Destrucción vive!

Baudelaire...

domingo, 12 de abril de 2009

catástrofe

uff siglos sin pasarme por mi BloG, lo tengo todo descuidado pero nimodo la uni me absorbe!!
bleh he sido victima de mi estupidez el dia de hoy, al parecer pasando unos archivos de la uni a mi memoria he borrado el archivo donde tenia todos mis escritos!! nooo!!! todo lo que he hecho se ha ido a la shit!! todo por andar de descuidada, pase el archivo a mi memoria usb porque se supone que voy a formatear mi pc (aunque hasta ahorita se ha pospuesto por infinidad de cosas), en fin y entre pasar archivos de la uni y todo eso borre ese archivo para tener espacio en la memoria y que pudiera pasar mas cosas T_T!!! aaarggh!! tambien habia pospuesto el respaldar mis escritos ¬¬!!
que coraje me da! mas porque ahorita nada de inspiracion, tan ocupada en mis estudios que no se me ocurre nada para volver a empezar! no no no! corajeeeee!
aunque casi no subia de mis escritos aqui pero igual si tenia ya varios T_T!!!

en fin... T_T!!
saludos =(!!

lunes, 23 de marzo de 2009

El dia que me quieras

EL DÍA QUE ME QUIERAS

El día que me quieras tendrá más luz que junio;
la noche que me quieras será de plenilunio,
con notas de Beethoven vibrando en cada rayo
sus inefables cosas,
y habrá juntas más rosas
que en todo el mes de mayo.

Las fuentes cristalinas
irán por las laderas
saltando cristalinas
el día que me quieras.

El día que me quieras, los sotos escondidos
resonarán arpegios nunca jamás oídos.
Éxtasis de tus ojos, todas las primaveras
que hubo y habrá en el mundo serán cuando me quieras.

Cogidas de la mano cual rubias hermanitas,
luciendo golas cándidas, irán las margaritas
por montes y praderas,
delante de tus pasos, el día que me quieras...
Y si deshojas una, te dirá su inocente
postrer pétalo blanco: ¡Apasionadamente!

Al reventar el alba del día que me quieras,
tendrán todos los tréboles cuatro hojas agoreras,
y en el estanque, nido de gérmenes ignotos,
florecerán las místicas corolas de los lotos.

El día que me quieras será cada celaje
ala maravillosa; cada arrebol, miraje
de "Las Mil y una Noches"; cada brisa un cantar,
cada árbol una lira, cada monte un altar.

El día que me quieras, para nosotros dos
cabrá en un solo beso la beatitud de Dios.

-Amado Nervo

El jugador generoso.

- XXIX -

El jugador generoso

Ayer, entre la muchedumbre del bulevar, sentí que me rozaba un ser misterioso que siempre tuve deseo de conocer, y a quien reconocí en seguida, aunque no le hubiese visto jamás. Había, sin duda, en él para conmigo un deseo análogo, porque al pasar me lanzó significativamente un guiño, al que me di prisa por obedecer. Le seguí con atención, y pronto bajé detrás de él a una mansión subterránea deslumbradora, en que brillaba un lujo del cual ninguna de las habitaciones superiores de París podría ofrecer ejemplo aproximado. Parecíame raro que hubiese podido yo pasar tan a menudo cerca de aquel misterioso cobijo sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque de mareo, que casi hacía olvidar instantáneamente todos los fastidiosos horrores de la vida; respirábase allí una sombría beatitud, análoga a la que debieron de sentir los comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los resplandores de una eterna prima tarde, sintieron nacer dentro de sí el sonido adormecedor de las cascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver nunca sus penates, a sus mujeres, a sus hijos, y de no tomar nunca a mecerse en las altas olas del mar.
Había allí rostros extraños de hombres y de mujeres, señalados por una hermosura fatal, que me parecía haber ya visto en épocas y en países que no podía recordar exactamente, y antes me inspiraban fraternal simpatía que ese temor nacido de ordinario al aspecto de lo desconocido. Si intentara definir de un modo cualquiera la expresión singular de sus miradas, diría que nunca vi ojos en que más enérgicamente brillara el horror del hastío y el deseo inmortal de sentirse vivir.
Mi huésped y yo éramos ya, cuando nos sentamos, antiguos y perfectos amigos. Comimos y bebimos sin tasa toda clase de vinos extraordinarios, y lo que es más extraordinario aún, me pareció, después de varias horas, que yo no estaba más borracho que él. Sin embargo, el juego, placer sobrehumano, había interrumpido con diversos intervalos nuestras libaciones frecuentes, y tengo que deciros que me había jugado y perdido el alma, mano a mano, con una despreocupación y una ligereza heroicas. El alma es cosa tan impalpable, tan inútil a menudo, y en ocasiones tan molesta, que, al perderla, no sentí más que una emoción algo menor que si se me hubiera extraviado, yendo de paseo, una tarjeta de visita.
Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y aroma incomparables daban al alma la nostalgia de países y de venturas desconocidos, y embriagado de tantas delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció desagradarle, a exclamar, echando mano a una copa llena hasta el borde: «¡A vuestra salud, inmortal viejo Chivo!»
Hablamos también del Universo, de su creación y de su destrucción futura; de la idea grande del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de la infatuación humana. Tratándose de esto, su alteza no agotaba las chanzas ligeras e irrefutables, expresándose con una suavidad de dicción y una tranquilidad en la chacota que no he visto nunca en ninguno de los más célebres conversadores de la Humanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentes filosofías que se habían posesionado hasta entonces del cerebro humano, y hasta se dignó declararme, en confianza, algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con nadie. No se quejó en lo más mínimo de la mala reputación de que goza en todas las partes del mundo; me aseguró que él, en persona, era el mayor interesado, en destruir la superstición, y llegó a confesarme que no había temido por su propio poder más que una vez sola, el día en que oyó decir desde el púlpito a un predicador más listo que sus cofrades: «Queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis elogiar el progreso de las luces, que la más bonita astucia del diablo está en persuadiros de que no existe.»
El recuerdo de aquel célebre orador nos llevó naturalmente al asunto de las academias; mi extraño huésped me afirmó que no tenía a menos, en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra, la conciencia de los pedagogos, y que asistía siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
Animado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y le pregunté si le había visto recientemente. Me contestó con un despego matizado de alguna tristeza: «Nos saludamos si nos vemos; pero como dos caballeros ancianos que no hubieran conseguido apagar del todo el recuerdo de pasadas rencillas en una cortesía innata.»
Es dudoso que su alteza haya dado jamás audiencia tan larga a un simple mortal, y yo temía estar abusando. Por fin, cuando la trémula aurora blanqueaba los cristales, aquel famoso personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos, que, sin saberlo, trabajan por su gloria, me dijo: «Quiero que tenga buen recuerdo de mí, y voy a demostrarle que yo, de quien tan mal se habla, soy algunas veces un buen diablo, para servirme de una locución vulgar. En compensación por la pérdida irremediable de su alma, le doy la puesta que hubiese ganado si la suerte se hubiera declarado en favor suyo, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda la vida, esa rara afección del hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables progresos. Nunca formulará deseo que yo no le ayude a realizar; reinará sobre todos sus vulgares semejantes; tendrá buena provisión de halagos y aun de adoraciones; la plata, el oro, los diamantes, los palacios de magia saldrán a buscarle, y le rogarán que los acepte, sin que haya necesidad de esfuerzo para guardarlos; cambiará de patria y de país tan a menudo como su fantasía se lo ordene; se emborrachará de placeres, sin cansancio, en países encantadores donde siempre hace calor y donde las mujeres huelen tan bien como las flores, etcétera, etc... -añadió levantándose y despidiéndome con amable sonrisa.
Si no hubiera sido por temor a humillarme delante de tan numerosa asamblea, de buena gana hubiese yo caído a los pies del generoso jugador, para darle gracias por su munificencia inaudita., Pero, poco a poco, luego que le hube dejado, fue volviendo a mi seno la desconfianza incurable; no me atreví ya a creer en felicidad tan prodigiosa, y mientras me acostaba, rezando una vez más, por un resto de costumbre imbécil, repetíame medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor Dios mío! ¡Haced que el diablo me cumpla su palabra!»

sábado, 21 de febrero de 2009

Hojas Secas

Hojas Secas

¡En vano fue buscar otros amores!
¡En vano fue correr tras los placeres,
que es el placer un áspid entre flores,
y son copos de nieve las mujeres!

Entre mi alma y las sombras del olvido
existe el valladar de su memoria:
que nunca olvida el pájaro su nido
ni los esclavos del amor su historia.

Con otras ilusiones engañarme
quise, y entre perfumes adormirme.
¡Y vino el desengaño a despertarme,
y vino su memoria para herirme!

¡Ay, mi pobre alma, cuál te destrozaron
y con cuánta inclemencia te vendieron!
Tú quisiste amar ¡y te mataron!
Tú quisiste ser buena ¡y te perdieron!

¡Tanto amor, y después olvido tanto!
¡Tanta esperanza convertida en humo!
Con razón en el fuego de mi llanto
como nieve a la lumbre me consumo.

¡Cómo olvidarla, si es la vida mía!
¡Cómo olvidarla, si por ella muero!
¡Si es mi existencia lúgubre agonía,
y con todo mi espíritu la quiero!

En holocausto dila mi existencia,
la di un amor purísimo y eterno,
y ella en cambio, manchando mi conciencia,
en pago del edén, diome el infierno.

¡Y mientras más me olvida, más la adoro!
¡Y mientras más me hiere, más la miro!
¡Y allá dentro del alma siempre lloro,
y allá dentro del alma siempre expiro!

El eterno llorar: tal es mi suerte;
nací para sufrir y para amarla.
¡Sólo el hacha cortante de la muerte
podrá de mis recuerdos arrancarla!

-Manuel Gutiérrez Nájera

Mi Secreto

MI SECRETO

¿Mi secreto? ¡Es tan triste! Estoy perdido
de amores por un ser desaparecido,
por un alma liberta,
que diez años fue mía, y que se ha ido...
¿Mi secreto? Te lo diré al oído:
¡Estoy enamorado de una muerta!

¿Comprendes -tú que buscas los visibles
transportes, las reales, las tangibles
caricias de la hembra, que se plasma
a todos tus deseos invencibles-
ese imposible de los imposibles
de adorar a un fantasma?

¡Pues tal mi vida es y tal ha sido
y será!
Si por mí sólo ha latido
su noble corazón, hoy mudo y yerto,
¿he de mostrarme desagradecido
y olvidarla, no más porque ha partido
y dejarla, no más porque se ha muerto?

-Amado Nervo

lunes, 16 de febrero de 2009

ANTIGUO

ANTIGUO

¡Gracioso hijo de Pan! En derredor de tu frente coro­nada de florecillas y de bayas tus ojos, bolas preciosas, se mueven. Manchadas de heces pardas, tus mejillas se su­men. Relucen tus colmillos. Tu pecho parece una cítara, circulan tintineos por tus brazos rubios. Tu corazón late en ese vientre donde duerme el doble sexo. Paséate, de noche, moviendo suavemente ese muslo, ese segundo muslo y esa pierna izquierda.

-Rimbaud

CUENTO

CUENTO

Se sentía vejado un Príncipe por no haberse dedicado nunca más que a la perfección de las generosidades vul­gares. Preveía asombrosas revoluciones del amor, y sos­pechaba en sus mujeres mejores capacidades que esa complacencia adornada de cielo y de lujo. Quería ver la verdad, la hora del deseo y de la satisfacción esenciales. Fuese o no una aberración de piedad, así lo quiso. Poseía cuando menos un poder humano bastante amplio.
Todas las mujeres que le habían conocido fueron asesi­nadas. ¡Qué saqueo del jardín de la belleza! Bajo el sable, ellas lo bendijeron. No encargó otras nuevas. - Las mu­jeres reaparecieron.
Mató a cuantos le seguían, después de la caza o las li­baciones. - Todos le seguían.
Se divirtió degollando los animales de lujo. Hizo arder los palacios. Se abalanzaba sobre la gente y los descuarti­zaba. - La muchedumbre, los tejados de oro, los bellos animales seguían existiendo.
¡Cabe extasiarse en la destrucción, rejuvenecer mediante la crueldad! El pueblo no murmuró. Nadie ofreció la ayuda de sus puntos de vista.
Una tarde galopaba altivo. Apareció un Genio, de belleza inefable, inconfesable incluso. ¡De su fisonomía y de su porte destacaba la promesa de un amor múltiple y complejo! ¡De una felicidad indecible, insoportable in­cluso! El Príncipe y el Genio se aniquilaron probable­mente en la salud esencial. ¿Cómo habrían podido no mo­rir por ello? Juntos, pues, murieron.
Pero ese Príncipe falleció, en su palacio, a una edad or­dinaria. El Príncipe era el Genio. El Genio era el Prín­cipe.
La música sabia falta a nuestro deseo.

-Rimbaud

La moneda falsa

- XXVIII -

La moneda falsa

Conforme nos alejábamos del estanco, mi amigo iba haciendo una cuidadosa separación de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco deslizó unas moneditas de oro; en el derecho, plata menuda; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de cobre, y, por último, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que había examinado de manera particular:
«¡Singular y minucioso reparto!» -dije para mí.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió la gorra temblando. Nada conozco más inquietador que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantas reconvenciones. Encuentra algo próximo a esa profundidad de asentimiento complicado en los ojos lacrimosos de los perros cuando se les azota.
El don de mi amigo fue mucho más considerable que el mío, y lo dije: «Hace bien; después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de causar una sorpresa.» «Era la moneda falsa», me contestó tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar lo que no se halla (¡qué abrumadora facultad me ha regalado la Naturaleza!), entró de repente la idea de que semejante conducta por parte de mi amigo sólo tenía excusa en el deseo de crear un acontecimiento en la vida de aquel infeliz, y quizá el de conocer las distintas consecuencias, funestas o no, que una moneda falsa puede engendrar en manos de un mendigo. ¿No podía multiplicarse en piezas buenas? ¿No podía llevarle asimismo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, le mandarían acaso detener por monedero falso, o como a expendedor de moneda falsa. También podría ocurrir que la moneda falsa fuese, para un pobre especulador insignificante, germen de la riqueza de algunos días. Y así mi fantasía progresaba, prestando alas a la mente de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis propias palabras: «Sí, estáis en lo cierto; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.»
Le miré a lo blanco de los ojos y me quedé asustado al ver que en los suyos brillaba un incontestable candor. Entonces vi claro que había querido hacer al mismo tiempo una caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta sueldos y el corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso; lograr, en fin, gratis, credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera perdonado el deseo del goce criminal de que le supuse capaz poco antes; me hubiera parecido curioso, singular, que se entretuviera en comprometer a los pobres; pero nunca le perdonaré la inepcia de su cálculo. No hay excusa para la maldad; pero el que es malo, si lo sabe, tiene algún mérito; el vicio más irreparable es el de hacer el mal por tontería.

-Baudelaire...

INFANCIA

I

Este ídolo, ojos negros y crin amarilla, sin padres ni corte, más noble que la fábula, mexicana y flamenca; su dominio, azur y verdor insolentes, corre sobre playas nombradas, por olas sin bajeles, de nombres ferozmente griegos, eslavos, célticos.
En la linde del bosque, - las flores de ensueño tinti­nean, estallan, relumbran, - la muchacha de labio de na­ranja, con las rodillas cruzadas en el claro diluvio que surge de los prados, desnudez que ensombran, atraviesan y visten los arco iris, la flora, el mar.
Damas que dan vueltas en las terrazas vecinas al mar; infantas y gigantas, soberbias, negras en el musgo carde­nillo, joyas alzadas sobre el suelo feraz de los bosquetes y de los jardincillos deshelados, - jóvenes madres y her­manas mayores de miradas llenas de peregrinaciones, sul­tanas, princesas de andares y atuendo tiránicos, pequeñas forasteras y personas dulcemente desdichadas.
Menudo aburrimiento la hora del «querido cuerpo» y «querido corazón».

II
Es ella, la pequeña muerta, detrás de los rosales. - La joven mamá difunta baja la escalinata. - La calesa del primo rechina en la arena. - El hermano pequeño - (¡está en las Indias!) ahí, ante el crepúsculo, sobre el prado de claveles. - Los viejos que han enterrado total­mente tiesos en la muralla de los alhelíes.

El enjambre de hojas de oro rodea la casa del general. Están en el sur. - Se sigue el sendero rojo para llegar al albergue vacío. El castillo está en venta; las persianas es­tán desprendidas. - El cura se habrá llevado la llave de la iglesia. - Alrededor del parque, las casetas de los guardas están deshabitadas. Las empalizadas son tan altas que sólo se ven las cimas rumorosas. Además dentro no hay nada que ver.

Los prados suben hacia las aldehuelas sin gallos, sin yunques. La esclusa está levantada. ¡Oh los Calvarios y los molinos del desierto, las islas y las muelas!

Zumban flores mágicas. Los taludes le mecían. Circu­laban animales de una elegancia fabulosa. Las nubes se agolpaban sobre la alta mar hecha de una eternidad de cá­lidas lágrimas.

III

En el bosque hay un pájaro; su canto os detiene y os hace sonrojar.

Hay un reloj que no suena.

Hay un hoyo con un nido de animales blancos.

Hay una catedral que baja y un lago que sube.

Hay un cochecito abandonado en el bosquecillo, o que desciende por el sendero corriendo, adornado con cintas.

Hay una compañía de pequeños comediantes con trajes de escena, divisados en el camino por entre la linde del bosque.

Hay en fin, cuando se tiene hambre y sed, alguien que os echa.

IV

Yo soy el santo, orando en la terraza, - como los ani­males pacíficos pacen hasta el mar de Palestina.

Yo soy el sabio en el sillón umbrío. Las ramas y la llu­via se arrojan contra el ventanal de la biblioteca.

Yo soy el peatón del camino real entre los bosques ena­nos; el murmullo de las esclusas cubre mis pasos. Veo largo rato la melancólica lejía dorada del poniente.

Con gusto sería el niño abandonado en la escollera que partió hacia alta mar, el pajecillo que sigue la alameda cuya frente toca el cielo.
Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos están los pájaros y las fuentes! Esto sólo puede ser el fin del mundo, que avanza.

V

Que me alquilen por fin esa tumba, blanqueada a la cal con las líneas del cemento en relieve - muy lejos bajo tierra.

Me acodo en la mesa, la lámpara ilumina vivamente estos periódicos que, idiota de mí, releo, estos libros sin interés.

A una distancia enorme por encima de mi salón sub­terráneo, las casas se implantan, las brumas se reúnen. El barro es rojo o negro. ¡Ciudad monstruosa, noche sin fin!

No tan alto, están las cloacas. A los lados, nada más que el espesor del globo. Acaso los abismos de azur, po­zos de fuego. Acaso sea en esos planos donde se encuen­tran lunas y cometas, mares y fábulas.

En las horas de amargura imagino bolas de zafiro, de metal. Soy dueño del silencio. ¿Por qué una apariencia de tragaluz palidecería en el rincón de la bóveda?

-Rimbaud

Muerte heroica

- XXVII -

Muerte heroica

Fanciullo era un admirable bufón, casi un amigo del príncipe. Mas, para las personas consagradas a lo cómico por profesión, lo serio tiene atractivos fatales, y por raro que pueda parecer que las ideas de patria y de libertad se apoderen despóticamente del cerebro de un histrión, un día Fanciullo tomó parte en cierta conspiración tramada por algunos señores descontentos.
En todas partes hay hombres de bien que denuncian al Poder los individuos de humor atrabiliario, que quieren desposeer a los príncipes y operar, sin consultarla, la mudanza de una sociedad. Los señores en cuestión fueron detenidos, y con ellos Fanciullo, y condenados a muerte cierta.
Gustoso creería yo que al príncipe llegó a enfadarlo aquello de encontrar entre los rebeldes a su comediante favorito. El príncipe no era ni mejor ni peor que los demás; pero una sensibilidad excesiva le hacía en muchos casos más cruel y más déspota que todos sus semejantes. Apasionado por las bellas artes, y además entendido en ellas como pocos, mostrábase verdaderamente insaciable de placeres. Harto indiferente con relación a los hombres y a la moral, artista verdadero en persona, no conocía enemigo más peligroso que el aburrimiento, y los esfuerzos raros que hacía para huir de este tirano del mundo o vencerle le hubieran atraído ciertamente, por parte de un historiador severo, el epíteto de monstruo, si hubiera dejado que en sus dominios se escribiese algo que no tendiera únicamente al placer o al asombro, que es una de las más delicadas formas del placer. La gran desdicha de aquel príncipe fue no tener nunca un teatro suficientemente vasto para su genio. Hay Nerones jóvenes que se ahogan en límites sobrado estrechos; los siglos por venir han de ignorar siempre su nombre y su buena voluntad. La Providencia, imprevisora, había dado a aquél facultades mayores de sus estados.
Corrió de repente la voz de que el soberano quería otorgar gracia a todos los conjurados; y origen de tal rumor fue el anuncio de un gran espectáculo en que Fanciullo había de representar uno de sus papeles principales y mejores, y al que asistirían también, según informes, los caballeros condenados; signo evidente, agregaban los espíritus superficiales, de las tendencias generosas del príncipe ofendido.
Por parte de un hombre tan natural y voluntariamente excéntrico, todo era posible, hasta la virtud, hasta la clemencia, sobre todo si pensaba encontrar en ella placeres inesperados. Mas para los que, como yo, habían podido penetrar más adentro en las profundidades de aquella alma curiosa y enferma, era infinitamente más probable que el príncipe quisiera juzgar del valor de los talentos escénicos de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión para hacer un experimento fisiológico de interés capital, y comprobar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podían alterarse o modificarse ante la situación extraordinaria en que él se encontraba; después de esto, ¿existía en su alma una intención más o menos resuelta de clemencia? Punto es éste que jamás ha podido aclararse.
Llegó, al cabo, el gran día, y la reducida corte desplegó todas sus pompas; difícil sería concebir, sin haberlo visto, cuántos esplendores puede ostentar la clase privilegiada de un Estado con recursos restringidos en una verdadera solemnidad. Aquélla era doblemente verdadera; lo primero, por la magia del lujo desplegado, y después, por el interés moral y misterioso que llevaba consigo.
Maese Fanciullo sobresalía, ante todo, en los papeles mudos, o poco cargados de palabras, que suelen ser los principales en esos dramas de magia, cuyo objeto es representar simbólicamente el misterio de la vida. Entró en escena con ligereza y con perfecta soltura, y ello contribuyó a fortalecer en el noble auditorio la idea de benignidad y de perdón.
Cuando de un comediante se dice: «Ese es un buen comediante», se echa mano de una fórmula que implica que, tras el personaje, se deja adivinar el cómico, es decir, el arte, el esfuerzo, la voluntad. Pues si un comediante llega a ser, con relación al personaje que está encargado de expresar, lo que las mejores estatuas antiguas, milagrosamente animadas, vivas, andantes, videntes, podrían ser, con respecto a la idea general y confusa de belleza, ése sería, a no dudar, caso singular y totalmente improvisto. Fanciullo fue aquella noche una perfecta idealización, que era imposible no suponer viva, posible, real. El bufón iba, venía, reía, lloraba, entraba en convulsión, con una indestructible aureola en derredor de la cabeza, aureola invisible para todos, pero visible para mí, que unía en extraña amalgama los rayos del arte con la gloria del martirio. Fanciullo introducía, por no sé qué gracia especial suya, lo divino y lo sobrenatural, hasta en las bufonadas más extravagantes. Tiembla mi pluma, y lágrimas de emoción siempre presente se me suben a los ojos cuando intento describiros aquella inolvidable velada. Demostrábame Fanciullo, de manera perentoria, irrefutable, que la embriaguez del arte es más apta que otra cualquiera para velar los terrores del abismo; que el genio puede representar la comedia al borde de la tumba con una alegría que no le deje ver la tumba, perdido como está en un paraíso que excluye toda idea de tumba y destrucción.
Todo aquel público, por estragado y frívolo que fuese, pronto sintió el omnipotente dominio del artista. Nadie soñó ya en muerte, luto o suplicio. Cada cual se abandonó, sin inquietud, a los placeres múltiples que da la vista de una obra maestra de arte vivo. Las explosiones de gozo y admiración sacudieron varias veces las bóvedas del edificio con la energía de un trueno continuo. Hasta el príncipe, embriagado, mezcló su aplauso al de su corte.
Sin embargo, para los ojos clarividentes, su embriaguez no carecía de mezcla. ¿Sentíase vencido en su poderío de déspota? ¿Humillado en su arte de atemorizar corazones y embotar ánimos? ¿Frustrado en sus esperanzas y afrentado en sus previsiones? Tales supuestos, no exactamente justificados, pero no en absoluto injustificables, cruzaron por mi mente mientras contemplaba yo el rostro del príncipe, en el que una palidez nueva iba a juntarse sin cesar con su habitual palidez, como nieve sobre nieve. Apretábanse cada vez con más fuerza sus labios, y sus ojos se iluminaban con fuego interior, semejante al de los celos y al del odio, hasta cuando aplaudía ostensiblemente los talentos de su antiguo amigo, el extraño bufón, que tan bien bufoneaba con la muerte. En determinado momento vi a su alteza inclinarse hacia un pajecillo, colocado detrás de él, y hablarle al oído. La cara traviesa del lindo muchacho se iluminó con una sonrisa, y salió vivamente después del palco principesco, cual si fuera a cumplir un encargo urgente.
Pocos minutos más tarde, un silbido agudo, prolongado, interrumpió a Fanciullo en uno de sus mejores momentos, y desgarró a la vez oídos y corazón del artista. Del sitio de donde había brotado aquella inesperada desaprobación, un muchacho se precipitaba al pasillo ahogando la risa.
Fanciullo, sacudido, despertando de su sueño, cerró primero los ojos, los volvió a abrir casi enseguida, agrandados desmesuradamente, abrió luego la boca como para respirar convulso, vaciló un poco hacia adelante, otro poco hacia atrás, y cayó después muerto de repente en las tablas.
El silbido, rápido como el acero, ¿había frustrado en realidad al verdugo? ¿Había el príncipe mismo advertido toda la homicida eficacia de su treta? Permitida está la duda. ¿Tuvo sentimiento por su querido e inimitable Fanciullo? Dulce y legítimo es creerlo.
Los caballeros culpables habían gozado por última vez del espectáculo de la comedia. Aquella misma noche fueron borrados de la vida.
Desde entonces acá, varios mimos, justamente apreciados en diferentes países, han venido a representar ante la corte de ***, pero ninguno de ellos ha podido reanimar los maravillosos talentos de Fanciullo ni levantarse hasta el mismo favor.

-Baudelaire...

domingo, 15 de febrero de 2009

“Mi eterno invierno”



“Mi eterno invierno”

Ha muerto la primavera en mí,
Ha muerto el amor que un día sentí,
He caído en el naufragio del olvido,
Estoy nadando en las aguas del martirio

El verano tocó a la puerta y no le abrí,
De la felicidad un día huí,
Hace tiempo que te espero en silencio;
Tocó la puerta el desprecio

Ha muerto el otoño en mí,
Mi corazón de tantos sollozos ha callado,
La astucia de mi ser se ha escondido;
Yo me encuentro a la sombra de tu olvido

Te esperé y no regresaste a mí,
Una a una las estaciones fueron muriendo
Día a día he vagado en mi pensamiento
Y en mi alma solo existe el sufrimiento,
En tu espera me quede atrapada en un infierno
Donde todo el tiempo es invierno…

-A.T.
AT©copyright 2009 Todos Los Derechos Reservados

Green



Green

Te ofrezco entre racimos, verdes gajos y rosas,
mi corazón ingenuo que a tu bondad se humilla;
no quieran destrozarlo tus manos cariñosas,
tus ojos regocije mi dádiva sencilla
En el jardín umbroso mi cuerpo fatigado
las auras matinales cubrieron de rocío;
como en la paz de un sueño se deslice a tu lado
el fugitivo instante que reposar ansío
Cuando en mis sienes calme la divina tormenta,
reclinaré, jugando con tus bucles espesos,
sobre tu núbil seno mi frente soñolienta,
sonora con el ritmo de tus últimos besos.


-Paul Verlaine

Y al Final...


Y al final - Bunbury

Permite que te invite ala despedida
no importa que no meresca mas tu atencion
asi se hacen las cosas en mi famila
asi me enseñaron a que las hiciera yo.

Permite que te dedique la ultima linea
no importa que te disguste esta cancion
asi mi conciencia quedara mas tranquila
asi en esta banda decimos adios.

...y al final
te atare con todas mis fuerzas
mis brazos seran cuerdas al bailar este bals
...y al final quiero verte de nuevo contenta
sigue dando vueltas si aguantas de pie.

Permite que te explique, que no tengo prisa
no importa que tengas algo mejor que hacer
asi nos podemos quedar toda la vida
asi si me dejas no te dejare de querer.

...y al final
te atare con todas mis fuerzas
mis brazos seran cuerdas al bailar este bals
...y al final quiero verte de nuevo contenta
sigue dando vueltassi aguantas de pie.

- Enrique Bunbury

sábado, 14 de febrero de 2009

Iluminaciones. DESPUÉS DEL DILUVIO

DESPUÉS DEL DILUVIO

Tan pronto como la idea del Diluvio se hubo serenado, Una liebre se detuvo entre las esparcetas y las campa­nillas móviles y dijo su plegaria al arco iris a través de la tela de araña.
¡Oh!, las piedras preciosas que se ocultaban, - las flo­res que miraban ya.
En la ancha calle sucia se alzaron los tenderetes, y arrastraron las barcas hacia el mar escalonado arriba como en los grabados.
La sangre corrió, en casa de Barba Azul, - en los ma­taderos, - en los circos, donde el sello de Dios palideció las ventanas. La sangre y la leche corrieron.
Los castores construyeron. Los «mazagranes» humea­ron en los cafetines.
En la casona de cristales, todavía chorreante, los niños de luto contemplaron las maravillosas imágenes.
Una puerta crujió, - y en la plaza de la aldea, el niño hizo girar sus brazos, comprendido por las veletas y los gallos de los campanarios de todas partes, bajo el resplan­deciente aguacero.
Madame *** instaló un piano en los Alpes. La misa y las primeras comuniones se celebraron en los cien mil al­tares de la catedral.
Partieron las caravanas. Y el Splendide-Hôtel fue edifi­cado en el caos de hielos y noche polar.
Desde entonces, la Luna oyó gimotear a los chacales por los desiertos de tomillo, - y a las églogas en zuecos gruñir en el huerto. Luego, en el oquedal violeta, lleno de brotes, Eucaris me dijo que era la primavera.
- Mana, estanque, - rueda, Espuma, sobre el puente, y por encima de los bosques; - paños negros y órganos, - relámpagos y trueno, - subid y rodad; - Aguas y tristeza, subid y reanimad los Diluvios.
Porque desde que se disiparon, - ¡oh las piedras pre­ciosas enterrándose, y las flores abiertas! - ¡qué aburri­miento!, y la Reina, la Bruja que enciende su brasa en la olla de barro, nunca querrá contarnos lo que ella sabe, y que nosotros ignoramos.

-Arthur Rimbaud

Un Sueño...


UN SUEÑO


¡Recibe en la frente este beso!
Y, por librarme de un peso
antes de partir, confieso
que acertaste si creías
que han sido un sueño mis días;
¿Pero es acaso menos grave
que la esperanza se acabe
de noche o a pleno sol,
con o sin una visión?
Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño.

Frente a la mar rugiente
que castiga esta rompiente
tengo en la palma apretada
granos de arena dorada.
¡Son pocos! Y en un momento
se me escurren y yo siento
surgir en mí este lamento:
¡Oh Dios! ¿Por qué no puedo
retenerlos en mis dedos?
¡Oh Dios! ¡Si yo pudiera
salvar uno de la marea!
¿Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño?

- Edgar Allan Poe...

viernes, 13 de febrero de 2009

Los ojos de los pobres

- XXVI -

Los ojos de los pobres

¡Ah!, queréis saber por qué hoy os aborrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que hacía esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas, pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia entera de la mitología puesta al servicio de la gula.
Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de modo diverso.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los ojos hacia los vuestros, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me sumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijisteis: «¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?»
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun entre seres que se aman!

-Baudelaire....

La hermosa Dorotea

- XXV -

La hermosa Dorotea

Agobia el Sol a la ciudad con su luz recta y terrible; la arena resplandece y el mar espejea. Cobardemente se rinde el mundo estupefacto y duerme la siesta, siesta que es una especie de muerte sabrosa en que el dormido, despierto a medias, saborea los placeres de su aniquilamiento.
Sin embargo, Dorotea, fuerte y altiva como el Sol, avanza por la calle desierta, único ser vivo a esta hora bajo el inmenso azul, y forma en la luz una mancha brillante y negra.
Avanza, balanceando muellemente el torso tan fino sobre las caderas tan anchas. Su vestido de seda ajustado, de tono claro y rosa, contrasta vivamente con las tinieblas de su piel, moldeando con exactitud su tallo largo, su espalda hundida y su pecho puntiagudo.
La sombrilla roja, tamizando la luz, proyecta en su rostro sombrío el afeite ensangrentado de sus reflejos.
El peso de su enorme cabellera casi azul echa atrás su cabeza delicada y le da aire de triunfo y de pereza. Pesados pendientes gorjean secretos en sus orejas lindas.
De tiempo en tiempo, la brisa del mar levanta un extremo de su falda flotante y deja ver la pierna luciente y soberbia; y su pie, semejante a los pies de las diosas de mármol que Europa encierra en sus museos, imprime fielmente su forma en la arena menuda. Porque Dorotea es tan prodigiosamente coqueta, que el gusto de verse admirada vence en ella al orgullo de la libertad, y aunque es libre, anda sin zapatos.
Avanza así, armoniosamente, dichosa de vivir, sonriente, con blanca sonrisa, como si viese a lo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara su porte y su hermosura.
A la hora en que los mismos perros gimen de dolor al sol que los muerde, ¿qué poderoso motivo hace andar así a la perezosa Dorotea, hermosa y fría como el bronce?
¿Por qué dejó la estrecha cabaña, tan coquetamente dispuesta con flores y esterillas, que a tan poca costa le forman tocador perfecto; donde halla tanto placer en estarse peinando, en fumar, en que le den aire o en mirarse en el espejo de sus anchos abanicos de plumas, mientras el mar, que azota la playa a cien pasos de allí, da a sus divagaciones indecisas un poderoso y monótono acompañamiento, y la marmita de hierro, en que está puesto a cocer un guisado de cangrejos con arroz y azafrán, le envía, desde el fondo del patio, sus perfumes excitantes?
Quizá tiene cita con algún ofícialillo que en playas lejanas oyó a sus compañeros hablar de la famosa Dorotea. Infaliblemente, la sencilla criatura le pedirá que le describa el baile de la Ópera, y le preguntará si se puede ir descalza, como a la danza del domingo, en que hasta las viejas cafrinas se ponen borrachas y furiosas de gozo, y también si las bellas señoras de París son todas más guapas que ella.
A Dorotea todos la admiran y la halagan, y sería perfectamente feliz si no tuviese que amontonar piastra sobre piastra para el rescate de su hermanita, que tendrá once años, y ya está madura y es tan hermosa. ¡Lo conseguirá sin duda la buena Dorotea! ¡El amo de la niña es tan avaro! Demasiado avaro para comprender otra hermosura que la de los escudos.
-Baudelaire...

miércoles, 11 de febrero de 2009

Los Proyectos

- XXIV -
Los Proyectos

Decíase él, paseando por un vasto parque solitario: «¡Cuán bella estaría con un traje de corto, complicado y fastuoso, bajando, a través de la atmósfera de una bella tarde, los escalones de mármol de un palacio, frente a extensas praderas de césped y de estanques! ¡Porque tiene naturalmente aspecto de princesa!»
Al pasar más tarde por una callo detúvose ante una tienda de grabados, y como hallara en una carpeta una estampa, representación de un paisaje tropical, se dijo: «¡No! No es en un palacio donde yo quisiera poseer su amada existencia. No estaríamos en casa. Además, las paredes, acribilladas de oro, no dejarían sitio para colgar su imagen; en las solemnes galerías no hay un rincón para la intimidad. Decididamente, ahí es donde habría que irse para cultivar el ensueño de mi vida.»
Y mientras analizaba con los ojos los detalles del grabado, proseguía naturalmente. «A la orilla del mar, una hermosa cabaña de madera, envuelta por todos estos árboles raros y relucientes, cuyos nombres olvidé...; en la atmósfera, un aroma embriagador, indefinible...; en la cabaña, un poderoso perfume de rosas y de almizcle...; más lejos, detrás de nuestro breve dominio, puntas de mástiles mecidos por la marea...; en derredor, más allá de la estancia, iluminada por una luz rosa, tamizada por las cortinillas, decorada con esterillas frescas y flores mareantes y con raros asientos de un rococó portugués, de madera pesada y tenebrosa -en donde ella descansaría, tan quieta, tan bien abanicada, fumando tabaco levemente opiáceo-; más allá de la varenga, el bullicio de los pájaros, ebrios de luz, y el parloteo de las negritas... Y por la noche, para hacer compañía a mis sueños, el cantar quejumbroso de los árboles de música, de los filaos melancólicos. Sí; ahí tengo, en verdad, el fondo que buscaba. ¿Para qué quiero un palacio?»
Y más allá, caminando por una gran avenida, vio una posada limpita, con una ventana avivada por unas cortinas de indiana multicolor, a la que asomaban dos cabezas risueñas. Y en seguida: «Muy vagabundo tiene que ser mi pensamiento -se dijo- para ir a buscar tan lejos lo que tan cerca está de mí. Placer y ventura se hallan en la primera posada que se ve, en la posada del azar, tan fecunda en voluptuosidades. Un buen fuego, lozas vistosas, cena aceptable, vino áspero, cama muy ancha, con colgaduras algo toscas, pero nuevas. ¿Qué hay mejor?»
Y cuando volvió a casa, a la hora en que los consejos de la sabiduría no están ya apagados por el zumbido de la vida exterior, se dijo:»Tuve hoy, en sueños, tres domicilios en los que hallé un mismo goce. ¿Para qué forzar al cuerpo a cambiar de sitio, si mi alma viaja tan de prisa? ¿Y para qué ejecutar proyectos, si es ya el proyecto en sí goce suficiente?»

-Baudelaire...

jueves, 5 de febrero de 2009

La soledad

- XXIII -
La soledad

Un gacetillero filántropo me dice que la soledad es mala para el hombre; y en apoyo de su tesis cita, como todos los incrédulos, palabras de los padres de la Iglesia.
Sé que el Demonio frecuenta gustoso los lugares áridos, y que el espíritu del asesinato y de la lubricidad se inflama maravillosamente en las soledades. Pero sería posible que esta soledad sólo fuese peligrosa para el alma ociosa y divagadora, que la puebla con sus pasiones y con sus quimeras.
Cierto que un charlatán, cuyo placer supremo consiste en hablar desde lo alto de una cátedra o de una tribuna, correría fuerte peligro al volverse loco furioso en la isla de Robinsón. No exigiré a mi gacetillero las animosas virtudes de Crusoe; pero le pido que no entable acusación contra los enamorados de la soledad y del misterio.
Hay en nuestras razas parlanchinas individuos que aceptarían con menor repugnancia el suplicio supremo si se les permitiera lanzar desde lo alto del patíbulo una copiosa arenga, sin miedo de que los tambores de Santerre les cortasen intempestivamente la palabra.
No los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran placeres iguales a los que otros sacan del silencio y del recogimiento; pero los desprecio.
Deseo, ante todo, que mi gacetillero maldito me dejo divertirme a mi gusto. «Pero ¿no siente usted nunca -me dice, en tono nasal archiapostólico- necesidad de compartir sus goces?» ¡Miren el sutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos y viene a insinuarse en los míos, el horrible aguafiestas!
«¡La desgracia grande de no poder estar solo!...» -dice en algún lado La Bruyère, como para avergonzar a todos los que corren a olvidarse entre la muchedumbre, temerosos, sin duda, de no poder soportarse a sí mismos.
«Casi todas nuestras desgracias provienen de no haber sabido quedarnos en nuestra habitación» -dice otro sabio, creo que Pascal, llamando así a la celda del recogimiento a todos los alocados que buscan la dicha en el movimiento y en una prostitución que llamaría yo fraternitaria, si quisiera hablar la hermosa lengua de mi siglo.

-Baudelaire...

El crepúsculo de la noche

- XXII -
El crepúsculo de la noche

Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo.
Sin embargo, desde la cima de la montaña llega hasta mi balcón, a través de las nubes transparentes del atardecer, un gran aullido, compuesto de una multitud de gritos discordes que el espacio transforma en lúgubre armonía, como de marea ascendente o de tempestad que empieza.
¿Quiénes son los infortunados a quien la tarde no calma, y toman, como los búhos, la llegada de la noche por señal de aquelarre? Este siniestro ulular nos llega del negro hospital encaramado en la montaña, y al atardecer, fumando y contemplando el reposo del valle inmenso erizado de casas en que cada ventana nos dice: «¡Aquí está la paz ahora; aquí está la alegría de la familia!», puedo, cuando el viento sopla de arriba, mecer mi pensamiento, asombrado en esa imitación de las armonías infernales.
El crepúsculo excita a los locos. Recuerdo que tuve dos amigos a quien el crepúsculo ponía malos. Uno, desconociendo entonces toda relación de amistad y cortesía, maltrataba como un salvaje al primero que llegaba. Le he visto tirar a la cabeza de un camarero un pollo excelente, porque se imaginó ver en él no sé que jeroglífico insultante. El atardecer, premisor de los goces profundos, le echaba a perder lo más suculento.
El otro, ambicioso herido, se iba volviendo, conforme bajaba la luz, más agrio, más sombrío, más reacio. Indulgente y sociable durante el día, era despiadado de noche; y no sólo con los demás, sino consigo mismo esgrimía rabiosamente su manía crepuscular.
El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva en sí la inquietud de un malestar perpetuo, y aunque le gratificaran con todos los honores que pueden conferir repúblicas y príncipes, creo que el crepúsculo encendería en él aun el ansia abrasadora de distinciones imaginarias. La noche, que ponía tinieblas en su mente, trae luz a la mía; y, aunque no sea raro ver a la misma causa engendrar dos efectos contrarios, ello me tiene siempre lleno de intriga y de alarma.
¡Oh noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Sois para mí señal de fiesta interior, sois liberación de una angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en los laberintos pedregosos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de linternas, sois el fuego de artificio de la diosa Libertad!
¡Crepúsculo, cuán dulce y tierno eres! Los resplandores sonrosados que se arrastran aún por el horizonte, como agonizar del día bajo la opresión victoriosa de su noche, las almas de los candelabros que ponen manchas de un rojo opaco en las últimas glorias del Poniente, los pesados cortinajes que corro una mano invisible de las profundidades del Oriente, inician todos los sentimientos complicados que luchan dentro del corazón del hombre en las horas solemnes de la vida.
Tomaríasele también por uno de esos raros trajes de bailarina en que la gasa transparente y sombría deja entrever los esplendores amortiguados de una falda brillante, como bajo el negro presente se trasluce el delicioso pasado, y las estrellas vacilantes de oro y de plata que la salpican representan esas luces de la fantasía que no se encienden bien sino en el luto profundo de la Noche.

-Baudelaire

Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria

- XXI -
Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria

Dos satanes y una diablesa, no menos extraordinaria, subieron la pasada noche por la escalera misteriosa con que el infierno asalta la flaqueza del hombre dormido y se comunica en secreto con él. Y vinieron a colocarse gloriosamente delante de mí, en pie, como sobre un estrado. Un esplendor sulfúreo emanaba de los tres personajes, que resaltaban así en el fondo opaco de la noche. Tenían aspecto tan altivo y dominante, que al pronto los tomé a los tres por verdaderos dioses.
La cara del primer Satán era de sexo ambiguo, y había también, en las líneas de su cuerpo, la malicia de los antiguos Bacos. Sus bellos ojos lánguidos, de color tenebroso e indeciso, parecían violetas cargadas aún de las densas lágrimas de la tempestad, y sus labios, entreabiertos, pebeteros cálidos, de los que se exhalaba un bienoliente perfume; y cada vez que suspiraba, insectos almizclados iluminábanse en revoloteo al ardor de su hálito.
Arrollábase a su túnica de púrpura, a manera de cinturón, una serpiente de tonos cambiantes que, levantando la cabeza, volvía languideciente hacia él los ojos de brasa. De ese vivo cinturón colgaban, alternados con ampollas colmadas de licores siniestros, cuchillos brillantes o instrumentos de cirugía. Tenía en la mano derecha otra ampolla, cuyo contenido era de un rojo luminoso, con estas raras palabras por etiqueta: «Bebed; esta es mi sangre, cordial perfecto»; en la izquierda, un violín, que le servía, sin duda, para cantar sus placeres y sus dolores y para extender el contagio de su locura en noches de aquelarre.
Arrastraban de sus tobillos delicados varios eslabones de una cadena de oro rota, y cuando la molestia que le producía le obligaba a bajar los ojos al suelo, contemplaba vanidoso las uñas de sus pies, brillantes y pulidas como bien labradas piedras.
Me miró con ojos de inconsolable desconsuelo, que vertían embriaguez insidiosa, y me dijo con voz de encanto: «Si quieres, si quieres, te haré señor de las almas, y serás dueño de la materia viva, más que el escultor pueda serlo del barro, y conocerás el placer, sin cesar renaciente, de salir de ti mismo para olvidarte en los otros y de atraer las almas hasta confundirlas con la tuya.»
Y yo le contesté: «¡Mucho te lo agradezco! De nada me sirve esa pacotilla de seres que no valen sin duda más que mi pobre yo. Aunque algo me avergüence el recuerdo, nada puedo olvidar; y si no te hubiese conocido, viejo monstruo, tus cuchillos misteriosos, tus ampollas equívocas, las cadenas que te traban los pies, son símbolos que explican con claridad bastante los inconvenientes de tu amistad. Guárdate tus regalos.»
El segundo Satán no tenía el aspecto a la vez trágico y sonriente, ni las buenas maneras insinuantes, ni la belleza delicada y perfumada del otro. Era un hombre basto, de rostro grueso y sin ojos, cuya pesada panza se desplomaba sobre sus muslos, cuya piel estaba toda dorada e ilustrada, como por un tatuaje, con multitud de figurillas movedizas, que representaban las formas múltiples de la miseria universal Había hombrecillos macilentos que se colgaban voluntariamente de un clavo; había gnomos chicos y deformes, flacos, que pedían limosna más con los ojos suplicantes que con las manos trémulas, y también madres viejas con abortos agarrados a las tetas extenuadas, y otros muchos más había.
El gordo Satán se golpeaba con el puño la inmensa panza, de donde salía entonces un largo y resonante tintineo de metal, que terminaba en un vago gemido hecho de numerosas voces humanas. Y se reía, mostrando impúdico los dientes estropeados, con enorme risa imbécil, como ciertos hombres de todos los países cuando han comido demasiado bien.
Y éste me dijo: «Puedo darte lo que todo lo consigue, lo que vale por todo, lo que a todo reemplaza!» Y se golpeó el vientre monstruo, cuyo eco sonante sirvió de comentario a las palabras groseras.
Me volví con repugnancia y contesté: «No necesito, para mi goce, la miseria de nadie; y no quiero riqueza entristecida, como papel de habitaciones, por todas las desdichas representadas en tu piel.»
Por lo que toca a la diablesa, mentiría yo si no confesara que a primera vista hallé raro encanto en ella. Para definir tal encanto no lo podría comparar a nada mejor que al de las bellísimas mujeres maduras, que, sin embargo, ya no envejecen, y cuya hermosura conserva la magia penetrante de las ruinas. Tenía a la vez aspecto imperioso y desmadejado, y sus ojos, a pesar del cansancio, conservaban fuerza fascinadora. Lo que más me llamó la atención fue el misterio de su voz, en la que encontraba el recuerdo de las contraltos más deliciosas y un poco también de la ronquera de las gargantas lavadas sin cesar por el aguardiente.
«¿Quieres conocer mi poderío? -dijo la falsa diosa con su voz encantadora y paradójica-. Escucha.»
Y se llevó a los labios una trompeta gigantesca y llena de cintas como un mirlitón, con los títulos de todos los periódicos del universo, y a través de la trompeta gritó mi nombre, que rodó así por el espacio con el ruido de cien mil truenos, y volvió a mí repercutido por el eco más lejano del planeta.
«¡Diablo -salté, casi subyugado-, eso es bonito!» Pero al examinar más atentamente al marimacho seductor me pareció reconocerla vagamente, por haberla visto brincar con algunos pilletes conocidos míos; y el ronco sonar del cobre me trajo a los oídos no sé qué recuerdo de trompeta prostituida.
Por eso respondí, con todo mi desdén: «¡Vete! ¡No estoy guisado para casarme con la querida de algunos que no quiero nombrar!»
Tenía yo derecho, ciertamente, a estar orgulloso de tan valerosa abnegación. Mas, por desgracia, me despertó y todas mis fuerzas me abandonaron. «En verdad -me dije-, muy aletargado tenía que estar para mostrar tales escrúpulos. ¡Ay! ¡Si pudiesen volver cuando estoy despierto, no me las daría de tan delicado!»
Y los invoqué en alta voz, suplicándoles que me perdonaran, ofreciéndoles que me deshonraría lo más a menudo que fuese necesario para merecer sus favores; pero les había ofendido gravemente, sin duda, porque no han vuelto jamás.

Baudelaire...

Los dones de las hadas

- XX -
Los dones de las hadas

Había gran asamblea de hadas para proceder al reparto de dones entre todos los recién nacidos llegados a la vida en las últimas veinticuatro horas.
Todas aquellas antiguas y caprichosas hermanas del Destino; todas aquellas madres raras del gozo y del dolor, eran muy diferentes: tenían unas aspecto sombrío y ceñudo; otras, aspecto alocado y malicioso; unas, jóvenes que habían sido siempre jóvenes; otras, viejas que habían sido siempre viejas.
Todos los padres que tienen fe en las hadas habían acudido, llevando cada cual a su recién nacido en brazos.
Los dones, las facultades, los buenos azares, las circunstancias invencibles habíanse acumulado junto al tribunal, como los premios en el estrado para su reparto. Lo que en ello había de particular era que los dones no servían de recompensa a un esfuerzo, sino, por el contrario, eran una gracia concedida al que no había vivido aún, gracia capaz de determinar su destino y convertirse lo mismo en fuente de su desgracia que de su felicidad.
Las pobres hadas estaban ocupadísimas, porque la multitud de solicitantes era grande, y la gente intermediaria puesta entre el hombre y Dios está sometida, como nosotros, a la terrible ley del tiempo y de su infinita posteridad, los días, las horas, los minutos y los segundos.
En verdad, estaban tan azoradas como ministros en día de audiencia o como empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza los desempeños gratuitos. Hasta creo que miraban de tiempo en tiempo la manecilla del reloj con tanta impaciencia como jueces humanos que, en sesión desde por la mañana, no pueden por menos de soñar con la hora de comer, con la familia y con sus zapatillas adoradas. Si en la justicia sobrenatural hay algo de precipitación y de azar, no nos asombremos de que ocurra lo mismo alguna vez en la justicia humana. Seríamos nosotros, en tal caso, jueces injustos.
También se cometieron aquel día ciertas ligerezas que podrían llamarse raras si la prudencia, más que el capricho, fuese carácter distintivo y eterno de las hadas.
Así, el poder de atraer mágicamente a la fortuna se adjudicó al único heredero de una familia riquísima, que, por no estar dotada de ningún sentido de caridad y tampoco de codicia ninguna por los bienes más visibles de la vida, habían de verse más adelante prodigiosamente enredados entre sus millones.
Así, se dio el amor a la Belleza y a la Fuerza poética al hijo de un sombrío pobretón, cantero de oficio, que de ninguna manera pedía favorecer las disposiciones ni aliviar las necesidades de su deplorable progenitura.
Se me olvidaba deciros que el reparto, en casos tan solemnes, es sin apelación, y que no hay don que pueda rehusarse.
Levantábanse todas las hadas, creyendo cumplida su faena, porque ya no quedaba regalo ninguno, largueza ninguna que echar a toda aquella morralla humana, cuando un buen hombre, un pobre comerciantillo, según creo, se levantó, y cogiendo del vestido de vapores multicolores al hada que más cerca tenía, exclamó:
«¡Eh! ¡Señora! ¡Que nos olvida! Todavía falta mi chico. No quiero haber venido en balde.»
El hada podía verse en un aprieto, porque nada quedaba ya. Acordose a tiempo, sin embargo, de una ley muy conocida, aunque rara vez aplicada, en el mundo sobrenatural habitado por aquellas deidades impalpables amigas del hombre y obligadas con frecuencia a doblegarse a sus pasiones, tales como las hadas, gnomos, las salamandras, las sílfides, los silfos, las nixas, los ondinos y las ondinas -quiero decir de la ley que concede a las hadas, en casos semejantes, o sea en el caso de haberse agotado los lotes, la facultad de conceder otro, suplementario y excepcional, siempre que tenga imaginación bastante para crearlo de repente.
Así, pues, la buena hada contestó, con aplomo digno de su rango: «¡Doy a tu hijo..., le doy... el don de agradar!»
«Pero, ¿agradar cómo? ¿Agradar?... ¿Agradar por qué?» -preguntó tenazmente el tenderillo, que sin duda sería uno de esos razonadores tan abundantes, incapaz de levantarse hasta la lógica de lo absurdo.
«¡Porque sí! ¡Porque sí!» -replicó el hada colérica, volviéndole la espalda; y al incorporarse al cortejo de sus compañeras, les iba diciendo-: «¿Qué os parece ese francesito vanidoso, que quiere entenderlo todo, y que, encima de lograr para su hijo el don mejor, aun se atreve a preguntar y a discutir lo indiscutible?»

Baudelaire...

El juguete del pobre

- XIX -
El juguete del pobre

Quiero dar idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean culpables!
Cuando salgáis por la mañana con decidida intención de vagar por la carretera, llenaos los bolsillos de esos menudos inventos de a dos cuartos, tales como el polichinela sin relieve, movido por un hilo no más; los herreros que martillan sobre el yunque; el jinete de un caballo, que tiene un silbato por cola; y por delante de las tabernas, al pie de los árboles, regaládselos a los chicuelos desconocidos y pobres que encontréis. Veréis cómo se les agrandan desmesuradamente los ojos. Al principio no se atreverán a tomarlos, dudosos de su ventura. Luego, sus manos agarrarán vivamente el regalo, y echarán a correr como los gatos que van a comerse lejos la tajada que les disteis, porque han aprendido a desconfiar del hombre.
En una carretera, detrás de la verja de un vasto jardín, al extremo del cual aparecía la blancura de un lindo castillo herido por el sol, estaba en pie un niño, guapo y fresco, vestido con uno de esos trajes de campo, tan llenos de coquetería.
El lujo, la despreocupación, el espectáculo habitual de la riqueza, hacen tan guapos a esos chicos, que se les creyera formados de otra pasta que los hijos de la mediocridad o de la pobreza.
A su lado, yacía en la hierba un juguete espléndido, tan nuevo como su amo, brillante, dorado, vestido con traje de púrpura y cubierto de penachos y cuentas de vidrio. Pero el niño no se ocupaba de su juguete predilecto, y ved lo que estaba mirando:
Del lado de allá de la verja, en la carretera, entre cardos y ortigas, había otro chico, sucio, desmedrado, fuliginoso, uno de esos chiquillos parias, cuya hermosura descubrirían ojos imparciales, si, como los ojos de un aficionado adivinan una pintura ideal bajo un barniz de coche, lo limpiaran de la repugnante pátina de la miseria.
A través de los barrotes simbólicos que separaban dos mundos, la carretera y el castillo, el niño pobre enseñaba al niño rico su propio juguete, y éste lo examinaba con avidez, como objeto raro y desconocido. Y aquel juguete que el desharrapado hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era un ratón vivo. Los padres, por economía, sin duda, habían sacado el juguete de la vida misma.
Y los dos niños se reían de uno a otro, fraternalmente, con dientes de igual blancura.
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